SÉPTIMA SESIÓN
'Campo de amapolas blancas',
de Gonzalo Hidalgo Bayal (Tusquets, 2008)
'Campo de amapolas blancas',
de Gonzalo Hidalgo Bayal (Tusquets, 2008)
La sesión comienza a desarrollarse entre dos luces (“entre lusco y fusco”, diría un gallego). Así es: por estas fechas entramos antes del oscurecer pero ya salimos de noche total. Eso le da al asunto un poco más de irrealidad, como si el ejercicio de la lectura tuviese cierta capacidad de transformación. ¿Y no es así?
Faltaron más miembros que nunca: Carmen, Raúl, Cholo, Lourdes, Graciela, Marijose, Yolanda, Antonio… Por un momento, alguien pensó si no habrían fundado un club paralelo. Parece que no.
Y empezó la sesión. Sin la ayuda de Carmen –y sin nociones de taquimeca— quien transcribió hizo lo que pudo. Por la mesa patinaban esta vez de lado a lado bandejas de rosquillas caseras (¡vaya mano, la suegra de Manolo!), hojaldres dulcemente nevados, galletas de nata… y restos del Oporto de la sesión anterior.
Fue Gloria quien abrió el fuego. “Me gustó”, y Bernardino hizo esa primera advertencia con perdigones de ironía que estuvo a punto de dividirnos en “seniors” y “juniors”: “Sí, pero es un libro no aconsejable para menores de 50 años” ¿Por qué era así? Las referencias, las lecturas, los nombres propios… toda una constelación que no se puede haber vivido del todo por debajo de esa edad (y Bernardino hace semblanza panorámica de una milicia de títulos y autores que contribuyeron a aquella formación lectora, incluido homenaje a la editorial “Reno”). Carlos (más de 50 años) apostilla a favor de eso mismo y trae a colación el capítulo 3, imposible de entender si no se conocen esas menciones; también hace notar que hasta la cita imprescindible y hermosa de Camus es bocado generacional, incluso mantenida en francés (“Se supone que un lector de aquella generación la comprende, pues fue la lengua extranjera escolar por excelencia en aquellos 60”).
Mª Jesús y Cristina –por debajo de los 50- añaden que no sólo las referencias sino que la figura del protagonista se hace difícil de empatizar –esto lo dice el osado transcriptor- con alguien ajeno a aquella época. Nemesio (de 50 para abajo) habla del valor del prólogo y su advertencia de la importancia de hacer justicia con la memoria, que será en adelante el motor racional del relato. Félix está de acuerdo, aunque dice que a veces le parece que se llega a rozar cierta traición a ese principio de no falsear lo recordado (y trae a colación el episodio del prefecto en el colegio de los hervacianos). Es entonces cuando Isabel quiere hacer notar el valor poético que empaña toda la novela. “Poético en todo caso, no lírico”, sigue quisquilloso Tomás, que está al plato y a las tajadas –o sea, a escuchar y a transcribir: de momento nada de rosquillas-.
Manolo abre otro campo de acción. Buceó en posibles analogías entre la novela en sí y alguna de las referencias mencionadas. “Y llegué a encontrar cierto sentido entre este libro y el relato 'El perseguidor', de Cortázar”. Su sugestiva defensa encuentra aliados. Más allá de esto, Manolo plantea que en ocasiones –“no muchas”, dice- la novela le parece un tanto prolija en la expresión. “Podría ser más económica, más directa”. Se habla entonces de ese estilo próximo a la escritura cervantina, de que hace gala el autor. Lenguaje limpio, fluido y que sale de la mejor tradición del uso rítmico de la prosa castellana (alguien hace notar, por si viniera bien decirlo, la amistad de Gonzalo Hidalgo con Sánchez Ferlosio: “Ah, bueno”, se oye musitar bajo el abejeo de los neones de la biblioteca…).
Bernardino vuelve sobre una lectura “epocal” (que diría un post-moderno) y advierte cómo en medio de tantas referencias contextuales no hay rastro del mayo 68. En pos de ello, hizo una segunda lectura y observó cómo el autor se encarga de renunciar a cualquier tópico barato, facilón. Hay, en ese sentido, una disciplina magistral en la conducción del relato. Y entonces le hace un guiño a Manolo: “También yo volví sobre 'El perseguidor'…”. Félix, nuestro detective salvaje, también buscó “gazapos” que no estuvieran del lado de las pretensiones que el autor anuncia en el prólogo. Pero nada… La novela es impecable, en ese sentido también.
Loli –permítase al transcriptor no desvelar su relación con los 50, pues se trata de una dama- toma la palabra para evocar de nuevo cómo se pudo haber vivido aquella época llena de transformaciones de todo tipo. Su consideración levanta adhesiones de Ana, Nemesio y Cristina. Ésta última llega a hablar de cierto complejo de Peter Pan en la figura de H., que no parece querer crecer. Tomás propone entonces cómo a pesar de estar fuertemente contextualizada, hay un alcance universal, general, en el fondo de la novela. “¿Quién no ha conocido a H. –dice-, ese muchacho que sólo hacía actividades disipadas, que no era perseverante, que parecía empezar cualquier iniciativa con facilidad pero…?”. Es Emma quien interviene con una justa apreciación: “A mí me parece que hay un contrapeso. Por un lado, los nombres imaginarios o escondidos –Murania, H.- dan esa medida de que esto puede estar pasando a cualquiera y en cualquier lugar; en cambio, luego se apoya en referencias muy concretas; Salamanca, Madrid, parís… Hay ese juego entre lo general y lo localizado”. El respetable –que para esa hora ya atacaba la rosquilla con indisimulado apetito, en especial los que estaban por debajo de los 50- casi aplaudió tanta dosis de lucidez.
Bernardino nos lleva ahora a la figura del padre, ese hombre sentencioso, desbordado por la actitud de H., y que es también arquetipo de aquella época, cuando los padres que habían vivido en la dictadura comprueban cómo sus hijos toman otros rumbos (“el síndrome de Alcántara”, sugiere Tomás). Todos convienen en que suscita finalmente una comprensión / compasión por parte del lector. Cristina lo resume: “La vida es así: la hiperprotección no sirve; en cambio, el narrador parece más suelto, menos vigilado… y obra sin embargo con esa prudencia práctica que lo salva…”. “El instinto, que no se aprende…”, se oye decir…
Manolo vuelve a intervenir para hacer observaciones sobre cierta cualidad de “desdoblamiento” que le produce el narrador, como si en ocasiones mostrara dos personalidades: una encubierta y otra exterior. Alrededor de eso, Isabel hace notar ese eje bien marcado que se mantiene a través de toda la narración: orden / desorden, que afecta a ambas vidas paralelas: la de H. y la del narrador. Ana, Loli, Gloria, Tomás vuelven a hablar de esa extraña lógica de la vida que permite imaginar un destino como el de H. en cualquier vicisitud, en cualquier época aunque sea arropado en otras claves accidentales. Algo así se dijo. “Bueno –arriesgó Cristina-, tampoco se nos garantiza que el orden del narrador haya sido lo mejor. A fin de cuentas, él se limita a hacer esa crónica de H.” “Es cierto –añade Bernardino-: nada sabemos casi del mundo personal del narrador: su familia, sus aficiones, su vida… Sólo se demora en contar esos largos veranos perezosos… pero sin profundizar”. Quizás- se apostilla- era una familia estándar sin más, la del narrador. Pero Bernardino no lo cree: asistir a un colegio religioso sin pretensiones de seminario, viajar a París…, no, en aquella época esto no era aún un comportamiento convencional de la generación. Nemesio ve que el narrador es una voz, simplemente una voz sin otros apoyos, que incluso resuelve expresiones del lado de lo oral (“el deneí”, se lee). Cristina quiere reprochar algo al amigo de H., y es su decisión de romper su amistad con él. Ahí, el narrador sí toma posiciones concretas. “Posiciones prácticas, simplemente”, dicen Ana e Isabel, cortando el paso a la pasión fiscal de Cristina (“fina jurista”, la había llamado alguien…). Félix reconduce el punto de la discusión hacia la pretensión del narrador de contar desde una voz que no se compromete. “H. existió, eso es todo. Eso parece querer hacer saber el narrador. Y tiene derecho a ello”. “En el fondo –aduce Tomás- se nos hace saber eso: que el destino no necesita de grandes golpes ni traumas para acabar en tragedia. A veces se llega a la desdicha por deslizamiento inadvertido, por cúmulo de decimales…”. Y se sigue charlando en torno a eso entre trago y trago; entre pasta y rosquilla.
“Quisiera decir algo más –es Cristina quien habla-. Parece que la novela manejara sólo claves masculinas, según la estáis aquí desentrañando. Como si yo no la pudiera entender”. Tras escucharlas, tod@s convinimos en que la clave, a pesar de todo, era universal. Y hubo un carrousel de relatos personales y biográficos bien cercanos a los sucesos que determinan la vida de H.
Se pasa a hablar por fin de ese humor bien dosificado y repartido por toda la narración. Gloria, y también Tomás, aluden a fragmentos donde aparece suavemente (“entre este cristo y el otro…”; “el hijo del cuerpo y el hijo del hombre”…). Así nos dan las nueve. Y había que hablar aún de la próxima lectura.
Tras descartar algunas propuestas por no tener noticia segura de qué se encerraba tras los títulos, nos decidimos por:
'84, Charing Cross Road', de Helene Hanff
DÍA: 28 DE ABRIL
Y entonces, habló Isabel. Su propuesta fue aceptada de manera fulminante: ¿Por qué no pensar a la vez en una obra más extensa, aunque sea para hacer revisión de una antigua lectura, si es que ya se hubiera hecho por algunos lectores? Se habló de clásicos incuestionables, de títulos y autores necesarios…. Al fin, nos decidimos por ir leyendo 'Juegos de la edad tardía', la gran novela de Luis Landero. (Sí, la edad tardía… otra vez a vueltas con los 50 años). El día 28 de abril ya pondremos fecha para esta lectura, más sostenida.
Hasta entonces.
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