jueves, 4 de diciembre de 2008

Próximas lecturas


Id pensando en proponer alguna lectura para la próxima reunión. ¡Y defendedla, compañeros & compañeras!

lunes, 1 de diciembre de 2008

ACTA de la 2ª SESIÓN, sobre 'SOSTIENE PEREIRA', de Antonio Tabucchi



CLUB DE LECTURA "GINER"

2 ª SESIÓN - NOVIEMBRE

Nos hemos vuelto a reunir por segunda vez. Ha sido el 18 de noviembre, de nuevo en la biblioteca del IES Giner de los Ríos, a las 19'30 horas. El otoño está bien entrado ya y todavía ruedan hojas locas por las calles.

Dos noticias importantes: se incorporan cinco miembros más al Club Giner y Carmen lleva una caja de pastas. Ninguna de las dos novedades es desdeñable.

El Club, así, queda constituido por Carmen, Emma, Félix, Choni, Graciela, Manuel, Tomás, Chus, Albina, Lourdes, Bernardino, Yolanda y Charo (y la caja de pastas, mudo testigo siempre tan alerta a lo que decíamos, allí plantada, aún indemne…)

Se habló de la lectura pactada, la novela Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi. Intervenciones múltiples y en todos los sentidos hasta que nos dieron las nueve de la noche. Aquí reproducimos en síntesis lo que dio de sí:

Graciela abrió el fuego haciendo observar el tono entristecido de muchos elementos del libro: el propio personaje, la ciudad de Lisboa, las descripciones… Saudade, saudade… Parece ser que esos datos orientarían decisivamente la lectura.

Pero pronto apareció el asunto de la voz narradora ("¿de dónde viene esa voz que narra, quién es ese que siempre comienza así "Sostiene Pereira…?", sostuvo Félix. Se opinó de todo. Hubo incluso quien pensaba que Sostiene era el nombre propio de Pereira (risas de todos).

Se estuvo en principio de acuerdo en que quedaban cosas colgando, sin determinar, lo que hacía perder verismo a la narración. Hasta que Bernardino hizo reparar en el epílogo que Tabucchi añade, y que resolvería el detonante de la gestación de la novela: una experiencia personal que el autor no olvidó. Añadamos a eso el subtítulo de la propia novela (Una declaración) como explicación de esa forma de contar en diferido. El asunto dio para bastantes intervenciones.

Sostiene Bernardino que la novela es abierta desde el momento en que aparecen tantos autores como pretextos (Maiakovski, Daudet, Balzac, Pessoa…) Eso parece querer arrastrar al lector a otras escrituras. Él lo demuestra y trae el relato de Daudet que Pereira reseña en su periódico. Lo lee. El final ("Viva Francia") está en conexión –sugiere Tomás- con la resolución del protagonista de huir a ese país.

Los personajes de la novela. Graciela reparó en Cardoso, que le parece el verdadero motor del cambio de actitud de Pereira. Para ella, el más interesante. Carmen planteará que quien le parece jugar ese papel en la sombra es Marta, la verdadera activista. Monteiro en cambio es –sostienen Chus, Bernardino, Emma- un hombre sin demasiada personalidad: un "chapuzas", como su primo Rossi, rematará Bernardino. "Un cantamañanas", apostilla y sostiene Félix.

Sostiene Manuel que es interesante observar de continuo esa doble visión de la realidad en un régimen opresor como era Portugal en 1938. El periodista se entera de lo que ocurre más por los personajes (camarero, señora del tren…) que por cauces más oficiales. Todos convinimos en que eso era natural. Bernardino sostiene que es lo típico de cualquier dictadura: el alienamiento individual, la pérdida de identidad, etc.

Tomás sostiene esta otra observación: Pereira necesita "confesores" con que desahogarse para pedir consejo… Primero, el retrato de su mujer (o sea, un muerto); luego, un cura, el P. António; por último, el médico Cardoso, que le pide que "frecuente el futuro". He ahí la evolución del personaje de Tabucchi.

Hubo otros aspectos sobre los que planteamos más o menos opiniones personales. Charo y Yolanda merodean en torno a la actitud de Pereira antes del desencadenante de la acción: ¿Qué impele a actuar a Pereira? ¿Por qué antes no? ¿No se enteraba de lo que estaba pasando? ¿Le daba igual? ¿Era cobardía? ¿Conformidad? Se plantea una discusión sostenida [sic] sobre el asunto.

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En torno a las nueve de la noche se levanta la sesión (y, por fin, la tapa de la caja de las pastas) no sin antes acordar buscar un libro que no esté en el contexto de las dos lecturas hasta ahora tratadas (El lector y Sostiene Pereira). Estuvimos de acuerdo de inmediato en postergar la lectura prevista (El hijo del acordeonista, de B. Atxaga). Tras barajar títulos –siempre narraciones-, Graciela propuso como lectura para el 9 de diciembre un libro reciente: La lámpara de Aladino, de Luis Sepúlveda. Aceptado todo por unanimidad, con un sí colectivo sulfatado por miguitas de pastas a diestro y siniestro… Y ese fue el colofón. Luego, el vino en el bar cercano de Rosi (no, no de Monteiro Rossi).

Hasta el día 9 de diciembre, compañeros lectores /-as del Club Giner.

A propósito de 'Sostiene Pereira' de Tabucchi, un cuento de Alphonse Daudet: 'La última clase'

NOTA: Bernardino ha encontrado el cuento de Daudet que Pereira traduce del francés en la página (haz click:) Ciudad Seva.

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La última clase
(Relato de un niño alsaciano)



Por Alphonse Daudet

Aquella mañana me había retrasado más de la cuenta en ir a la escuela, y me temía una buena reprimenda, porque, además, el señor Hamel nos había anunciado que preguntaría los participios, y yo no sabía ni una jota. No me faltaron ganas de hacer novillos y largarme a través de los campos.

¡Hacía un tiempo tan hermoso, tan claro! Se oía a los mirlos silbar en la linde del bosque, y en el prado Rippert, tras el aserradero, a los prusianos que hacían el ejercicio. Todo esto me atraía mucho más que la regla del participio; pero supe resistir la tentación y corrí apresuradamente hacia la escuela.

Al pasar por delante de la Alcaldía vi una porción de gente parada frente al tablón de anuncios. Por él nos venían desde hacía dos años todas las malas noticias, las batallas perdidas, las requisiciones, las órdenes de la Kommandature, y, sin pararme, me preguntaba para mis adentros: "¿Qué es lo que todavía puede ocurrir?"

Entonces, al verme atravesar la plaza a la carrera, el herrero Watcher, que estaba con su aprendiz leyendo el bando, me gritó:

-No te molestes tanto, muchacho; todavía llegas a la escuela bastante a tiempo.

Me pareció que me hablaba con sorna, y entré sin aliento en el patio de la escuela.

De ordinario, al comenzar la clase, se levantaba un gran alboroto, que se oía hasta en la calle: los pupitres, que abríamos y cerrábamos; las lecciones, que repetíamos a voces todos a un tiempo, tapándonos los oídos para aprenderlas mejor, y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa:

-¡Silencio! ¡Un poco de silencio!

Yo contaba con este jaleo para deslizarme en mi banco sin ser visto; pero precisamente aquel día todo estaba tranquilo como la mañana de un domingo. Por la ventana, abierta, veía a mis compañeros alineados en sus sitios, y al señor Hamel, que pasaba y repasaba, con su terrible palmeta bajo el brazo. No hubo más solución que abrir la puerta y entrar en medio de aquel inmenso silencio. ¡No les digo si estaría avergonzado, ni el pánico que tendría!

Pues bien: ¡no! El señor Hamel me miró sin cólera y me dijo dulcemente:

-Siéntate pronto, hijo mío; íbamos a comenzar sin ti.

Me monté sobre el banco, y en seguida me senté al pupitre. Fue entonces cuando, algo recobrado de mi pavor, eché de ver que el maestro se había puesto su hermosa levita verde, su chorrera rizada y el gorro bordado de seda negra, que sólo sacaba los días de inspección o de distribución de premios. Además, la clase entera tenía un no sabía qué extraordinario, solemne; pero lo que me sorprendió más fue ver en el fondo de la sala, en los bancos que solían quedar desiertos, unos cuantos viejos sentados, silenciosos como nosotros: el anciano Hauser, el antiguo alcalde, el cartero viejo y otros cuantos. Todos ellos parecían tristes, y Hauser había llevado un silabario, roído por los bordes, que sostenía en las rodillas abierto, con las gruesas gafas entre las páginas.

Mientras yo hacía estas extrañas observaciones, el señor Hamel se había subido a su tribuna, y con la misma voz grave y dulce con que me había recibido, nos dijo:

-¡Hijos míos!, es el último día que les doy clase. Ha llegado de Berlín la orden de que no se enseñe más que el alemán en las escuelas de Alsacia y Lorena... El maestro nuevo llega mañana. Hoy es nuestra última lección de francés; les suplico que pongan toda su atención.

Estas cuatro palabras me trastornaron por completo. ¡Miserables! Esto es lo que nos preparaban con el bando de la Alcaldía.

¡Mi última lección de francés! ¡Y yo que apenas sabía escribir! Entonces, ¡yo no lo aprendería nunca! ¡No pasaría de ahí! ¡Cómo me reprochaba a mí mismo el tiempo perdido, los novillos que había hecho para ir a nidos o a patinar sobre el Saar! Mis libros, que hacía poco me aburrían tanto y tanto me pesaban en la mano, mi Gramática, mi Historia Sagrada, ahora me parecían viejos amigos, de quienes me costaría mucho trabajo separarme. Lo mismo que el señor Hamel. La idea de que iba a marcharse, de que ya no lo vería más, me hacía olvidar los castigos y los palmetazos.

¡Pobre hombre! Se había puesto su traje bueno de los domingos en honor a la última clase. Ahora ya comprendía también por qué estos viejos del pueblo habían venido a sentarse en lo último de la sala. Parecía que sentían no haber venido más a menudo; era también una manera de dar las gracias al maestro por sus cuarenta años de buenos servicios, de ofrecer sus respetos a la patria que se marchaba con él...

Estaba en este punto de mis reflexiones, cuando oí que el maestro me llamaba. Me había llegado el turno. ¡Qué no habría dado yo por poder decir de un tirón aquella terrible regla del participio, muy alto, muy claro, sin una sola falta! Pero a las primeras palabras me embrollé, y allí me quedé, de pie, balanceándome en el banco, con el corazón en un puño y sin atreverme a levantar la cabeza. El señor Hamel me iba diciendo:

-No te riño, pobrecito; bastante castigado estás... Pero, mira, las cosas son así. Todos los días nos decimos ¡Bah!, tengo tiempo, ya estudiaré mañana, y luego, aquí tienes lo que pasa. ¡Ay! Ésta ha sido la gran desgracia de nuestra Alsacia: dejar siempre su instrucción para mañana. Ahora esa gente tiene derecho a decirnos: Pero ¿cómo? ¿Pretenden ser franceses y no saben hablar su lengua? De todo ello, tú no tienes mucha culpa; todos nosotros tenemos muchas cosas que echarnos en cara. A sus padres no les ha importado gran cosa verlos instruidos; les parecía mejor mandarlos a trabajar la tierra o a las fábricas, para reunir unos cuantos céntimos más. Y yo mismo, ¿no tengo algo que reprocharme también? ¿No les hacía muchas veces regar mi jardín en vez de estudiar? Y cuando quería irme a pescar truchas, ¿me violentaba algo para mandarlos a paseo?

Y después, de una cosa en otra, el señor Hamel llegó a hablarnos de la lengua francesa, diciendo que era la lengua más hermosa del mundo, la más clara, la más sólida; que era preciso guardarla entre nosotros y no olvidarla nunca, porque cuando un pueblo cae en la esclavitud, si conserva bien la lengua propia, es como si tuviera la llave de la prisión1. Después cogió una gramática y nos leyó la lección; yo estaba asombrado de ver cómo lo comprendía; todo lo que decía me pareció fácil, facilísimo. Acaso fuera que nunca había escuchado con tanta atención y que tampoco él había puesto tanta paciencia en sus explicaciones. Se diría que el pobre quería infundirnos todo su saber antes de marcharse, que nos lo quería meter de golpe en la cabeza.

Cuando hubo terminado la lección pasamos a la escritura. El maestro nos había preparado modelos nuevos, sobre los que había escrito con una hermosa letra redonda: Francia, Alsacia, Francia, Alsacia. Parecían banderitas que ondeaban por toda la clase, colgadas como de un mástil sobre nuestros pupitres. ¡Era de ver cómo nos aplicábamos todos! ¡Qué silencio! No se oía más que el rasguear de las plumas sobre el papel. Por la ventana entraron zumbando unos abejorros; nadie paró en ellos, ni siquiera los pequeñuelos, que no levantaban cabeza, trazando sus palotes con tanta afición como si fueran francés también.

Sobre el tejado de la escuela, las palomas se arrullaban dulcemente; al oírlas me preguntaba: "¿Las obligarán también a arrullarse en alemán?"

De vez en cuando levantaba los ojos de mi plana y veía al señor Hamel, inmóvil en su silla, mirando fijamente los objetos a su alrededor, como si quisiera llevarse en la mirada toda su escuela. ¡Figúrense! Desde hacía cuarenta años estaba allí; en el mismo sitio, con el patio enfrente y la clase siempre parecida; sólo los bancos, los pupitres, se habían lustrado, bruñidos por el uso; los nogales del patio habían crecido, y la enredadera, plantada por su mano, festoneaba las ventanas y subía hasta las tejas. ¡Qué tortura debía ser para aquel pobre hombre dejar todas estas cosas y oír a su hermana, que trajinaba en el piso de encima haciendo las maletas!... Porque debían partir al día siguiente, ¡irse de su tierra para siempre!

Sin embargo, aún tuvo ánimos para darnos la clase de cabo a rabo. Después de la escritura dimos la lección de historia; más tarde, los más pequeños cantaron juntos el ba, be, bi, bo, bu. Allá en lo último de la sala, el viejo Hauser se había puesto los espejuelos, y, con la cartilla abierta, deletreaba a coro con ellos. Se veía que también él se aplicaba; su voz temblaba de emoción y era tan gracioso oírlo, que teníamos ganas de reír y llorar a la vez. ¡Ay! ¡Siempre me acordaré de esta ultima clase!

En esto, el reloj de la iglesia dio las doce; después, sonó el Ángelus. En el mismo momento, los sonidos de las trompetas de los prusianos, que volvían de la instrucción, estallaron bajo las ventanas. El señor Hamel se levantó de su asiento completamente demudado; nunca me había parecido tan grande.

-Hijos míos -dijo-; hijos míos... Yo..., yo...

Pero algo lo ahogaba, y no pudo terminar la frase.

Entonces se volvió hacia la pizarra, cogió la tiza y, calcando con todas sus fuerzas, escribió en trazos tan gruesos como pudo:

"¡VIVA FRANCIA!"

Y allí se quedó, la cabeza apoyada contra la pared. Y, sin hablar, nos hacía con la mano señas que querían decir:

-Se ha acabado... Salgan.

FIN

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CAMBIO en el libro para platicar en la próxima reunión: 'La lámpara de Aladino', de LUIS SEPÚLVEDA


Hemos cambiado el libro de la proxima reunión
(9 de diciembre, a las 19.30 horas
en la biblioteca del IES Giner de los Ríos)
,
será La lámpara de Aladino
de Luis Sepúlveda.
Se puede ver un comentario sobre el libro en el blog de (haz click:) Antonio Martínez Asensio.