TEMPORADA II
-SESIÓN PRIMERA-
FIRMIN, de Sam Savage
La inauguración de la segunda temporada fue discreta. Media entrada en la plaza. Tiempo desapacible. Y –según se oyó en el mentidero- ganado irregular para la faena. Al final, claro, división de opiniones pero sin estridencias. Permitid, pues, que esta crónica no pase tampoco de una faena de aliño.
Abrió Bernardino citando de lejos con un comentario al término “rejileto”. “Eso me sirve de excusa para saber si la habéis leído o no”, dijo ladino.
Félix: “Lo siento pero se me atravesó. La dejé a la mitad. Y reconozco que hay humor, ironía, cinismo… Lo que queráis. Pero me aburrió mucho, en especial las descripciones… Repetitivo”.
Raúl confirma el sentir de Félix. “La leí por obediencia. Y porque me gusta entrar a escarbar en la etimología de las palabras. Por ahí me mantuve. Pero sí, es repetitivo. Y las referencias, desconocidas para mí, me lo ponían aún más distante todo”.
Carlos Matilla es más piadoso. La primera parte, sí se le sostiene en pie. Precisamente las descripciones: el asunto de la familia; el relato de los espejos… Pero a partir de un cierto momento, ya se me hace más pesada. “Salvaría el episodio final con Ginger Rogers (“secuencia poética”, dice Carlos) y la relación de la rata con el escritor extravagante”.
Marián parte de la importancia que tiene la cita inicial –luego insistiría más sobre ello- que da sentido a la novela. Le conmueve la incapacidad de Firmin para la comunicación, lo que le provoca “tristeza lectora” (¡un nuevo síndrome para el catálogo actual!) hasta el punto de identificarse ella misma con la rata. Marián lo dijo exactamente así: “También los libros pasaban por mí pero no yo por los libros; solo ahora me doy verdadera cuenta de esto”. Y lo relaciona asimismo con El Quijote, con esa ilusión que él se crea de lo que es la vida, a través de sus numerosas y mal asimiladas lecturas. Destaca cómo todo parece desembocar en esa sentencia final que Ginger dice a Firmin cuando la rata se manifiesta descreída: “No creo en nada”. “Crees en ser una rata”.
Marijose va un poco más allá. Sí, le ha agradado. Sobre todo el principio y el final. “Es libro de aprendizaje, para sacar conclusiones. Un libro de iniciación”.
Raúl, de corifeo, añade este dato: “No es nada optimista” Y todos en tromba minúscula de murmullos: “No…no.. qué va… qué va…”).
(En el tendido se empiezan a ver pañuelos blancos de reproche…)
Antonio Toribios lo estructura con más contundencia: Sostiene que es una fábula apocalíptica en la que todo se desmorona, de ahí la presencia de lo contracultural. En ella la identidad de la rata funcionaría como un símbolo de soledad extrema. “Simboliza lo subterráneo, lo que anda por donde no anda nadie, lo que vive entre los detritus…. Un ser que, en suma, vive en su interior y se alimenta de literatura”. Toribios concluye que es la descripción interior del propio autor.
A Tomás le pareció agradable. “Unan novela amable, de entreacto entre otras lecturas”. Destaca mucho la buenísima traducción de Ramón Buenaventura. Y al hilo de Toribios, está de acuerdo en que hay una identificación entre la rata (animal inmundo por excelencia) y el lector, una especie en extinción –“como nosotros mismo aquí, en esta penumbra catacumbal d ela biblioteca”-. También se detiene en esa similitud entre lo que hace la rata -“leer y comer lo que lee”- y la desaparición que se augura frecuentemente al universo del libro. Toda una lección de ironía y desolación. Por otro lado, se fija también en la tradición de libros de animales en otras literaturas, lo que acaso nos lo haga aquí más lejano. “¿Y no pensasteis en algún momento en Charing Cross? (y todos a coro. “Claro, claro… pero…”).
Marián repara en algo más sutil: ”¿Os fijasteis? Norman deja de ser denominado así a partir del intento de envenenamiento. Pasa entonces a figurar por el apellido”.
Manuel Arias se permite una evocación personal en color sepia: “me recuerda a mis libreros de antaño, allá en mi juventud (la mirada se le empezó a poner esponjosa y alguien acudió a darle un quite emocional antes de que hubiera aún más humedad en el ambiente). Más en serio, Manuel habla con largueza de la soledad del escritor, así retratada como fondo del libro
Yolanda es de las que se apunta a esa irregularidad de la novela. “Hasta la mitad, promete algo.. Pero luego..”.
(Más pañuelos blancos menudean en el tendido)
Vuelve a intervenir Bernardino. “Tampoco yo diré nada. De lo que no gusta, mejor callar. Pero puestos a hablar de novelas de animales –digámoslo así-, me quedo con Memorias de una vaca, de Atxaga. Aun así, hay hallazgos de palabras, seguramente mantenidos en la gran traducción que se hace de esta novela; por ejemplo, sé ya que hay ‘ratas’ y ‘ratos’... Y Bernardino volvió al sabio mutismo.
Raúl salvaría más de la mitad de la novela. Y vuelve a hacer valer las palabras (Raúl es un etimólogo apasionado, ¿saben?) además de ese sentimiento que trasciende el mundo de los ratones, “un pesimismo humano, no de rata”.
Tomás intenta convencer de ciertos valores que ha visto, que le han servido: “No me digáis que al menos hay un punto de vista muy trabajado –el de la rata, su estatura difícil para contar cuanto ve-“, y hace notar asimismo esa dosificación calculada del narrador a la hora de ir presentando las circunstancias: el lugar, el tiempo, el contexto de su nacimiento... A la concurrencia no parece entusiasmarle este laico apostolado.
Marián, esa repostera tutiplén, habla –naturalmente- de ese afán por comerse los libros sin digerirlos. Y ve en ello la imagen del lector que se atraca sin orden ni calma... Antonio Toribios toma el hilo para volver a plantear un posible sesgo autobiográfico y hace una cata en el fenómeno de las dedicatorias de los libros. Insiste: “me parece desolador”.
Este tribunal pregunta finalmente a Félix por su intención. “Decidme, buen lector, ¿tras esta sesión inquisitiva acabaréis el libro al menos”. Félix se niega en redondo y se lleva a la boca uno de los caprichos reposteros que hay sobre la mesa. Eso bastó para suponer que ya lo había dicho todo.
Se alude a otras lecturas cercanas: Sin noticias de Gurb, de E. Mendoza, y hasta Moby Dick, traída a colación por vericuetos inescrutables.
A Choni la novela le gustó, le pareció divertida. Y así terminamos con buen sabor de boca la sesión. ¡Gracias, Choni!
En el ambiente flotaba una duda. ¿Qué habría dicho nuestra querida Loly? Allá donde estés, oh, lectora admirable, lee esta novela de animales y grita con nosotros, pañuelo rojo al cuello y camisa blanca: ¡¡¡VIVA SAN FIRMIN!!”!
PRÓXIMA LECTURA EL DÍA 1 DE DICIEMBRE:
EL ÚLTIMO ENCUENTRO, DE SÁNDOR MÁRAI