El autor habla sobre los perturbadores dilemas éticos que derivan de El lector, una novela que aborda el nazismo desde una perspectiva diferente
Por Silvina Friera
La complejidad de las secuelas que dejó el nazismo en la sociedad alemana es la columna vertebral de
El lector (Anagrama), novela que se publicó en 1995 y que pronto se convirtió en best seller cuando Oprah Winfrey la recomendó en su popular programa de televisión. Como Michael, ese chico de quince años que se enamora de una mujer de treinta y seis sin saber que ella fue guardiana en un campo de concentración, Bernhard Schlink busca un sitio para la comprensión y la condena, pero sabe que las dos cosas al mismo tiempo no pueden coexistir. El escritor alemán, que además es juez y profesor de derecho, escribió esta deslumbrante novela para reflexionar sobre ese pasado, a la luz de un puñado de dilemas éticos. La única certeza es que juzgar a los que cometieron delitos de lesa humanidad no eximía a toda una generación –la del propio Schlink– de la vergüenza. "Lo más inquietante para la humanidad son los problemas éticos de la moral", asegura Schlink, que hoy se presenta en la Feria del Libro, a las 18.30, en la sala Leopoldo Lugones.
Su interés por la ética es producto de una herencia familiar que el escritor alemán fue alimentando con sus búsquedas personales: su padre era un teólogo protestante; su madre, calvinista, había estudiado teología. La paradoja de Schlink es que estudió derecho "porque un abogado siempre debe llegar a un resultado y no puede perder el tiempo en discusiones filosóficas o literarias", pero se dio cuenta de que algo le faltaba. Y a la hora de ajustar cuentas, descubrió que la literatura también ayuda a mirar la realidad, disparando dilemas éticos perturbadores, como en algunos de los cuentos que integran el volumen A
mores en fuga y en el ciclo de novelas protagonizadas por el detective Selb. Schlink potencia y extrema los dilemas éticos en
El lector, novela que será llevada al cine por Anthony Minghella (director de El paciente inglés). Michael Berg, un adolescente de quince años enfermo de hepatitis, es ayudado en la calle por Hanna, una mujer que tiene treinta y seis y trabaja vendiendo boletos en el tranvía. Entre ellos comenzará una relación amorosa que incluye un ritual: Michael le lee en voz alta Emilia Galotti, de Schiller, y Guerra y Paz, de Tolstoi, entre otros libros. Hasta que un día, sin previo aviso, ella se va de la ciudad. Años después, Michael concurre al Palacio de Justicia como estudiante avanzado de derecho, para seguir las alternativas de un juicio contra un puñado de mujeres que habían trabajado de guardianas en un campo de concentración. Ahí es cuando se reencuentra con Hanna. Ella es una de las acusadas.
Mientras sigue las sesiones del juicio y escucha cómo esas mujeres siguen presas del embrutecimiento con el que vivieron como un hecho cotidiano la cámara de gas, descubre que ella es analfabeta. La vergüenza es una palabra clave en esta ficción: la sienten Michael y los jóvenes estudiantes de abogacía –respecto del pasado nazi– y Hanna, que no busca defenderse porque prefiere ocultar su condición de analfabeta. El mayor dilema de Michael –que aunque la ama no duda de que ella debe ser condenada– es si debe hablarle al juez para informarle por qué esa mujer no comprende lo que le preguntan, por qué no puede formular lo que piensa ni sabe explicarse bien. Schlink dice que todo libro es autobiográfico, pero cuando se le pregunta si hubo una Hanna en su vida o qué aspectos de su experiencia aparecen reflejados en la ficción, Schlink sonríe con timidez y señala: "No me parece importante aclarar qué cuestiones son o no autobiográficas".
–Durante el juicio, Hanna le pregunta al juez qué habría hecho en su lugar. ¿Qué le respondería a Hanna si le hiciese a usted la misma pregunta?–Es una pregunta que involucra, según el caso, al juez o a los lectores. Yo no sé qué diría (piensa)... nada está demasiado claro, es una situación más complicada de lo que parece, porque cuando se formula semejante pregunta es demasiado tarde para acordarse de la ética. Y aun cuando sabemos lo que está bien o mal, eso no significa que será fácil hacer lo bueno o lo correcto.
–¿Tanta vergüenza genera el analfabetismo en Alemania?–Sí, no sólo es un problema de los países del tercer mundo; en los países industrializados de Europa hay altas tasas de analfabetismo: un tres por ciento de la población alemana es analfabeta; lo que ocurre es que no lo queríamos aceptar. Los analfabetos sienten tanta vergüenza que hacen todo tipo de trucos para ocultar su condición, como comprarse el diario cada mañana y sentarse en un café a hacer de cuenta que lo leen. O si en la calle se pierden y no saben dónde están dicen que se olvidaron los anteojos y que por eso no alcanzan a leer el cartel.
–¿Hanna sólo puede redimirse cuando aprende a leer y escribir?–Creo que ella no se redime porque no puede enfrentar el mal que ha hecho, aunque aprenda a leer. Quizá comprende mejor lo que hizo y por eso no lo soporta. Pero no estoy demasiado seguro de por qué ella se suicida. Mientras estuvo en la cárcel se había retirado tanto del mundo y de la sociedad, que ella no sabía si iba a ser capaz de dar una vuelta de tuerca tan radical en su vida como para volver a enfrentar el mundo. La misión de un autor es escribir un libro y no interpretarlo (risas). Yo también trato de interpretar, me pregunto "qué pudo haber pasado si..."
–¿Hubo cuestionamientos por la relación amorosa entre un joven de quince años y una mujer de 36?–Sí, sobre todo en Estados Unidos. Estuve en un diálogo con Oprah Winfrey y toda la primera parte de la entrevista se trató el tema del abuso sexual. En Alemania, en cambio, muchos me dicen que no es una historia de amor normal y me parece una observación muy linda para pensar qué es una historia de amor normal. Es un hecho que, desde el punto de vista de la ley, ella estaría abusando del chico, pero yo no veo a Hanna como una corruptora de menores. El personaje tiene 15 años y no es un niño, es un joven mucho más maduro de lo que parece. Pero también creo que tenemos que saber lidiar con las cuestiones no normales de la vida y del mundo.
–Michael dice que su generación sintió mucha vergüenza por el nazismo ¿Cómo lo vivió usted?–Para mí y para todos los de la segunda generación después de la guerra, el nacionalsocialismo era una historia del terror o del horror, pero nuestros profesores, o incluso nuestros parientes, aquellas personas que admirábamos y queríamos de alguna manera habían sido parte de este horror porque permitieron que sucediera. El problema que plantea el libro es el problema de mi generación: esas personas que cometieron monstruosidades no necesariamente eran monstruos. Creo que sería mucho más fácil vivir si aquellos que cometen cosas monstruosas tuvieran caras de monstruos. Esto no sólo se puede aplicar a Alemania, me parece que es una experiencia similar a lo que ocurrió en Argentina con la dictadura militar.
–¿Qué repercusión tuvo el libro en la sociedad alemana, teniendo en cuenta que usted presenta a la guardiana del campo de concentración con un rostro muy humano?–Sí, hubo muchas controversias. La memoria acerca del nacionalsocialismo lleva más de cincuenta años y esto hace que se vaya transformando y adoptando formas diferentes. En algún momento lo más importante era juzgar de manera clara, pero en la medida en que uno se va distanciando temporalmente es más fácil ver los matices. Mi libro se publicó justamente en un momento de quiebre entre un período en el que sólo se buscaba juzgar y otro en el que se necesitaba la distancia para mirar. Y creo que mi novela ha aportado algo a este cambio, generó un sentimiento hacia esa complejidad: quienes participaron del nazismo y cometieron monstruosidades no son necesariamente monstruos.
–¿Por qué vuelven a reaparecer los grupos neonazis?–El tema tiene una gravitación mucho más importante en las zonas de la antigua República Democrática. Los jóvenes que se querían rebelar contra el sistema comunista del este se decían neonazis como una forma de cuestionar al sistema. La diferencia principal con el nacionalsocialismo de la década del 20 y del 30 es que los grupos neonazis no atraviesan todos los estratos sociales; los neonazis de los noventa son jóvenes desempleados que quieren expulsar a los extranjeros. Pero en la medida en que consiguen un trabajo y logran estabilizarse abandonan este tipo de posturas. Están unidos sólo por un conjunto de eslóganes como "Alemania tiene que volver a ser grande", "los extranjeros tienen que irse", pero no tienen un programa.